I
Las elecciones municipales del pasado 24 de mayo
han servido, entre otras cosas, para confirmar el importante cambio que se está
produciendo en el mapa político español con la irrupción de las agrupaciones y
partidos emergentes, cuyos resultados
electorales han tenido dos efectos inmediatos: la desaparición de las mayorías
absolutas en buena parte de las grandes ciudades y el incremento del pluralismo
político en los Ayuntamientos.
Ese pluralismo exigirá imaginación, rigor,
esfuerzo y generosidad a los grupos políticos municipales, que tendrán que
buscar coincidencias, puntos de encuentro, propósitos comunes para acordar
programas que garanticen la estabilidad en el gobierno de la ciudad, porque son
muchos y muy diversos los problemas que tienen que afrontar las nuevas
corporaciones.
No lo tienen fácil los nuevos alcaldes y sus
equipos de gobierno. Aún no hemos salido de la crisis y el futuro inmediato
está marcado por la indeterminación, la incertidumbre, la acumulación de
tensiones y contradicciones, cuyas consecuencias y cuyos costes, además de
imprevisibles, son difícilmente cuantificables.
Sea como fuere, parece evidente que para salir
de la crisis estructural que padecemos y encarar, esto es, construir el futuro
no valen las políticas de siempre. Necesitamos otras formas y otros modos de
hacer política y discursos capaces de ofrecer alternativas, de promover
acciones, de alentar esperanzas. No estaría de más, en este sentido,
plantearnos qué tipo de ciudad queremos, cómo queremos que sea la vida en la
ciudad. Estos apuntes no son sino una breve y modesta contribución al debate
sobre el modelo de ciudad.
II
¿Qué es una ciudad? Responder a esta
pregunta supone enfrentarse a la riquísima polisemia de un término que admite
diversas definiciones, según la perspectiva o el criterio que adoptemos a la
hora de ensayar una definición. A mí me resulta especialmente grata aquella que
propone que una ciudad, más allá de la mera denotación geográfica, es un espacio en el que convergen las múltiples,
diversas y complejas relaciones de las personas que la habitan.
1. Relaciones
privadas, en el ámbito de una vivienda
y en el entorno de una familia, un
término que abarca una plural tipología, cuya función social se ha acrecentado
notablemente en la situación de crisis actual.
2. Relaciones
sociales, en los espacios públicos
y en los servicios comunes, cuya
existencia o carencia, mejor o peor calidad afectan decisivamente a esas
relaciones e incorporan cuestiones tan relevantes en la sociedad en que vivimos
como la integración o la exclusión social.
3. Relaciones
económicas, en una dinámica cada vez más compleja, que integra producción, distribución y consumo, y
que incorpora factores determinantes en el devenir de la ciudad: el mercado de trabajo, el desempleo, los nuevos hábitos
de vida o las sinergias del urbanismo
contemporáneo, que van más allá de la práctica más o menos especulativa o de la
aparentemente -y sólo aparentemente- neutra planificación territorial.
4. Relaciones
personales, centradas en el desarrollo individual. Desde la práctica deportiva a las actividades culturales, pasando por los
nuevos modos del ocio. Aquí adquieren un protagonismo fundamental los procesos
educativos, no sólo en el ámbito formal, en el marco reglado de la educación
obligatoria, sino también y cada día más en los procesos educativos no formales
y, sobre todo, en los informales. Recuérdese, en este sentido, el lugar
preferente que en la sociedad actual ocupan los medios de comunicación de
masas, especialmente la TV, o la relevancia comunicativa de la telefonía móvil
y de las redes sociales.
5. Relaciones
políticas, en su sentido estrictamente institucional, esto es, las
dinámicas formales de participación ciudadana, cuyo valor y prestigio están
cada vez más erosionados, no sólo por su excesiva institucionalización sino
también y sobre todo por el descrédito de las propias instituciones.
Estas relaciones, su conjunto, van tejiendo o
destejiendo los valores que rigen,
con mejor o peor fortuna, con mayor o menor aceptación, con más o menos
congruencia, la vida ciudadana, en general, y la conducta de cada cual, en
particular. Valores que, dicho sea de paso, no siempre se resuelven de modo
semejante en la vida pública y en la privada. Conviene no olvidar, por otra
parte, que quien le confiere sentido a estos procesos es el sujeto que los
protagoniza, es decir, los ciudadanos y las ciudadanas.
III
Pero ese complejo entramado de relaciones y
valores se resuelve no sólo en un espacio ciudadano: se imbrica a la vez en un
proceso temporal, asimismo complejo y en modo alguno lineal. Una ciudad traduce
en cada uno de sus procesos colectivos y aun en no pocas conductas individuales,
un tiempo, una historia, un relato, que arraiga en el pasado y con desigual
fortuna se proyecta en el futuro.
Todos los seres humanos y todas las sociedades
-escribió Hobsbawm- tienen sus raíces en el pasado (el de su familia, el de su
comunidad, su nación u otro grupo de referencia, incluso la memoria personal) y
todos definen su posición en relación con él, positiva o negativamente. Para
unos, el pasado orienta y legitima; para otros, puede convertirse en una carga
y en un obstáculo.
Desde una actitud radicalmente crítica frente al
pasado, Nietzsche sostenía en Sobre la
utilidad y los perjuicios de la historia para la vida que para vivir el
hombre ha de tener la fuerza, y de vez en cuando utilizarla, de romper y
disolver una parte de su pasado. Y añadía: "La excesiva atención al pasado
convierte a los hombres en espectadores diletantes, destruye su instinto
creativo, debilita su individualidad".
Hay ciudades en
las que la costumbre y la desidia, la rutina y la ignorancia han ido tejiendo
un complejo tapiz de evocaciones y recuerdos, que acaban confundiendo la memoria
y ahogando los deseos. Ciudades que viven ancladas en el pasado. Un pasado que
se acepta y venera sin condiciones y que se esgrime como argumento para
neutralizar lo nuevo, para ahuyentar el futuro.
En
ocasiones, Córdoba parece una de esas ciudades que sólo tienen pasado. Asediada
por la recurrente retórica que alimentan los tópicos y perturba la memoria o
por la estéril nostalgia de quienes no supieron desprenderse de un pasado tan
deslumbrante como remoto, Córdoba es una de esas ciudades que han perseverado a
lo largo de los siglos manteniendo una extraña continuidad en su devenir
histórico.
Pero, si abandonamos aquella retórica, pasado y
futuro (o memoria y deseo, la sugerente fórmula que Ítalo
Calvino propone en Las ciudades
invisibles) convergen en un presente desde el que no podemos sustraernos a
una evidencia: vivimos en un mundo en el que, en lo que llamaré aquí
provisionalmente contexto, en sus
diversos planos y niveles, actúa decisivamente en el campo estrictamente
analítico y, por consiguiente, en la formulación de estrategias y en la toma de
decisiones. Apuntaré a continuación algunos de los aspectos más relevantes de
ese contexto.
IV
En primer lugar, la globalización de los
procesos productivos, de la organización del consumo y de la movilidad de capitales, personas y bienes.
Procesos cuyo
correlato más evidente es la descentralización, que afectan a la economía y subsidiariamente
a la política, y que influyen decisivamente en la vida ciudadana, allí donde lo
global y lo local se
encuentran ineludiblemente interconectados, gracias a las nuevas tecnologías de
la información y la comunicación.
Estar o no en esta nueva estructura global,
adoptar una u otra posición en el terreno de juego, una u otra opción
estratégica, es decisivo para el proyecto que quiere otorgarse a sí misma la
ciudad. ¿Qué lugar puede y quiere ocupar Córdoba en ese contexto?
El malestar urbano es el segundo de
los factores sobre el que quiero llamar la atención. En nuestras ciudades se
manifiestan diariamente una serie de tendencias negativas que contribuyen
frecuentemente al desaliento: las aglomeraciones y la congestión del tráfico,
las deficiencias del transporte público, la contaminación atmosférica y
acústica, la degradación de espacios públicos, el precio del suelo y la escasez
de la vivienda, los desequilibrios cada vez más acentuados entre zonas residenciales
y zonas marginadas..., que unidos a la anomia, la soledad, la inseguridad, la
agresividad o la insolidaridad, son factores que contribuyen al deterioro de la
calidad de vida urbana. Ante esta situación hay quienes entonan el miserere
bucólico, olvidando tal vez que sólo en la ciudad, concebida como lugar de
encuentro y de diálogo, pueden afrontarse las sinergias que resuelvan esas
tensiones.
Por otra parte, en las últimas décadas estamos
asistiendo a un proceso intergeneracional de cambio de valores que
está transformando los comportamientos sociopolíticos y los hábitos culturales.
Los modelos ideológicos de antaño parecen haber entrado en crisis, sustituidos
paulatinamente, de un lado, por el pluralismo y la diversidad (que generan
nuevas tensiones y conflictos) y, por otro, por la irrupción decisiva de nuevos
movimientos sociales. Qué relevancia adquieren estos fenómenos en la
experiencia cotidiana de la ciudad, es una pregunta que no deberíamos ignorar. Como
no deberíamos ignorar tampoco, a la hora de realizar los análisis y ensayar las
respuestas, los efectos de los cambios tecnológicos o el impacto de la
sugestión mediática en la vida cotidiana.
El marco jurídico competencial es otro de los factores que hay que tener en cuenta a la hora de trazar un modelo de ciudad. Como es sabido, desde el punto de vista municipal, el proceso de descentralización que se pone en marcha con la Constitución de 1978 ha sido asimétrico e insuficiente. La construcción del Estado de las Autonomías ha dejado en un segundo plano a la Administración local, soslayando el anacronismo institucional de las Diputaciones y, lo que es más importante, aplazando sine die la definición del marco jurídico de los Ayuntamientos (competencias y funciones, obligaciones y recursos) en la nueva organización del Estado.
Como institución más cercana al ciudadano, un
Ayuntamiento se enfrenta a diario a la presión creciente de lo cotidiano e
inmediato, esto es, a unas demandas cada vez más crecientes y diversificadas.
Independientemente de que sea o no competente en ello, es decir, que haya
recibido o no la correspondiente transferencia de recursos, el Ayuntamiento ha
de tener , si no soluciones, respuestas para todo y para todos. Cómo se jerarquizan,
cómo se satisfacen y cómo se financian estas demandas -teniendo en cuenta la
situación financiera de los Ayuntamientos- son tres cuestiones ineludibles en
el diseño y en el gobierno de la ciudad.
Ante el reto del incremento y de la complejidad
de sus funciones, los ayuntamientos deberían plantear tres reclamaciones
básicas: a) un nuevo marco competencial, que vertebre la relación con la
Comunidad Autónoma y con el Estado; b) un nuevo modelo de financiación y gestión,
que garantice el buen uso de los servicios y prestaciones municipales; c) una
reforma del sistema electoral que impulse una mayor participación de la
ciudadanía en la definición y desarrollo de las políticas y los programas
municipales.
Para terminar, apuntaré los elementos que, en mi opinión, deben articular un
modelo de ciudad: la planificación
urbana; un plan de Infraestructuras y
Equipamientos; los programas relacionados con los hábitos culturales y las dinámicas
socioeducativas; los mecanismos de participación
ciudadana; las políticas socioeconómicas
relacionadas con el desempleo, la economía sumergida, los agentes y sectores
económicos; la imagen y proyección
exterior de la ciudad; la cooperación
institucional, la eficiencia y
transparencia de la gestión municipal.
Pedro
Roso