sábado, 14 de marzo de 2020

MIENTRAS D’ALEMBERT DUERME

A propósito de la proyectada exposición de Sierra y Delgado en el C3A

El C3A tenía previsto inaugurar el día 19 de marzo la exposición 1975. Galería Vivancos: Gerardo Delgado y José Ramón Sierra. Este centro no acostumbra editar catálogos de sus muestras, y su hoja de sala no suele ser muy explícita por lo que, teniendo en cuenta estas circunstancias, y que tuve parte activa en la idea y concreción de la exposición rememorada (que constituyó el cierre de la breve historia de la Galería Vivancos), me ofrecí a José Antonio Álvarez Reyes (comisario del proyecto), para una charla que la contextualizara. Aunque mi ofrecimiento fue desatendido por parte del director del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, el cierre del C3A a causa del coronavirus nos permite adelantar los detalles de aquella experiencia.
   Miguel García Vivancos llegó a Córdoba en noviembre de 1971, junto a su compañera Pilar y sus hijas Helena y Sara. Aquejado de una enfermedad pulmonar crónica, los médicos le recomendaron retirarse del húmedo clima de París. El Decreto-Ley 10/1969, por el que el franquismo declaró prescritos todos los delitos cometidos antes del 1 de abril de 1939, le permitía el regreso a España, por lo que la familia optó por esta solución. Para normalizar su retorno, Vivancos celebró, ese mismo año pero previamente a su instalación en Córdoba, una exposición personal en la Galería Ramón Durán de Madrid.
   Vivancos nació en Mazarrón (Murcia) en 1895, aunque gran parte de sus vicisitudes sindicales y políticas (como integrante del famoso grupo anarquista “Los solidarios”, en el que también estuvo Buenaventura Durruti), transcurrieron en Barcelona, en tanto Pilar era originaria de Aragón. El ideario ácrata y la adscripción de ambos en la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), así como la activa implicación de Vivancos en la Guerra Civil (donde llegó a ostentar el grado de teniente coronel del ejército republicano), los obligó al exilio francés al final de la contienda. En Francia, Vivancos se integró en la Resistencia y, tras la Segunda Guerra, decidió dedicarse a la pintura. Sin vinculaciones afectivas con España (tanto familiares como amigos habían muerto durante la contienda, o marcharon al exilio tras su finalización), cualquier lugar del país era idóneo para el regreso. La familia era amiga de un hermano de José Luis García Rúa, entonces residente en Córdoba, y éste vínculo fue suficiente al ofrecerse José Luis a buscarles alojamiento en la ciudad.
   Aunque nacido en Gijón, García Rúa en esos momentos daba clases en la Universidad Laboral de Córdoba. Filósofo y pensador anarquista, esa ideología fue la causa que se esgrimió para expulsarlo de la Laboral, desde donde pasó a las aulas del Instituto Séneca durante el curso 1972-73.


   Vivancos sobrevivió poco tiempo en Córdoba. Murió el 23 de enero de 1972. A su muerte la familia decidió permanecer en Córdoba, donde ya habían realizado algunas amistades y deslumbrado el magnetismo de Helena y el entusiasmo de Sara. Fruto de estas cordiales relaciones, en octubre de ese año tuvo lugar una exposición póstuma de Vivancos en la Galería Studio 52. Poco después fue la Galería Arteta, de Bilbao, la que mostró la obra del artista. Sara, la hija pequeña, también se había decantado por la pintura y, en abril de 1972, inauguró una muestra individual en la Sala Céspedes del Círculo de la Amistad.
   La familia (que aumentó tras el nacimiento de un hijo de Sara, que decidió permanecer soltera) disponía sólo de las ventas de los cuadros del padre como recurso económico, por lo que la promoción de su obra no cesó. En 1974 se realizó una nueva exposición personal en la Galería Arteta de Bilbao y, en 1975, figuró en la colectiva madrileña y la monografía que Juan Antonio Vallejo-Nájera dedicó a esta disciplina pictórica: “Naifs españoles contemporáneos”. Ante la incierta situación, Helena (que había estado vinculada en París al mercado artístico), decidió abrir una galería de arte en Córdoba. Encontró un local en la calle Reyes Católicos, muy próximo a su domicilio (vivían entonces en la calle Doce de Octubre), con una disposición en planta muy favorecedora: un ancho rectángulo cerrado a la calle con una cristalera que, con un ligero desplazamiento izquierdo en su eje, finalizaba en un pequeño espacio cuadrado al fondo que favorecía la exhibición de propuestas diferenciadas.
   Conocedora de la aletargada y pobre realidad local, Helena comenzó la actividad de la Galería de forma muy cautelosa. “Realistas andaluces”, fue el título de la muestra que inauguró el espacio en octubre de 1974, y en la que se mezclaron obras de los sevillanos Francisco Cortijo, Emilio Díaz Cantelar y Rolando Campos, con las de los cordobeses José Duarte, Miguel del Moral, Miguel Richarte y Emilio Serrano, más el complemento naif de Mari Pepa Estrada y el propio Vivancos.
   Manteniendo un tono libre de sobresaltos, continuó (en diciembre de 1974) con una exposición personal de Gustavo Carbó Berthold, un pintor entonces adscrito a la nueva figuración catalana, y otra de Juan Molina (en enero de 1975) que, aunque residente en la ciudad, no formaba parte del cartel de los numerosos eventos colectivos que los artistas cordobeses protagonizaban. Este alejamiento, y su modestia personal, aún hoy mantienen a sus dibujos lineales de tinta (en la órbita del arte óptico), confinados al olvido y al desdén.
 
La galerista, con esta incipiente programación, intentaba crear un registro propio y desmarcarse del grupo local aglutinado en torno a Studio 52. Pero lo que no era sino una razonable estrategia para ofertar una vía alternativa complementaria a la existente, fue interpretado como un cuestionamiento al talento de esos artistas y un ataque frontal a sus merecimientos. Tras el “Salón Córdoba 1964”, los artistas cordobeses se habían habituado a un compacto baile con mínimos cambios de pareja. El pack completo (como en ejemplos recientes) era el requisito obligado en las abundantes exposiciones colectivas, tanto privadas como institucionales, celebradas desde entonces.
   Estos desencuentros son habituales en el mundo del arte. Lo que acabó magnificando la ocasión fue la vulnerabilidad del soporte de la Galería Vivancos: tres mujeres llegadas del exterior, ajenas al mojigato ambiente imperante en la ciudad, y desamparadas ideológicamente a causa del ideario político que profesaban. La calidez de la acogida inicial de inmediato se transformó en un reguero de chismes e insidias personales, con Helena como principal destinataria de las descalificaciones de contenido sexual. Los vejatorios comentarios no tardaron en producir un enorme vacío social en torno a la Galería Vivancos. Muy pocos se aventuraban a visitar las exposiciones y ningún potencial cliente se interesaba por lo expuesto. Ni siquiera la celebración de una exposición individual de Ginés Liébana (realizada entre enero-febrero de 1975), y que significó la normalización de este autor en la ciudad tras su alejamiento madrileño, logró romper la barrera de rechazo. Algunos de los entonces jóvenes artistas que mostramos solidaridad afectiva con el proyecto y la familia, y entre ellos Rafael Cabrera, García Parody, Esperanza Sánchez y yo mismo, participamos (junto a Sara Vivancos, Alfonso Ariza, Mitsuo Miura, José Soto y varios artistas de Jaén), en la nueva colectiva que se inauguró en abril de 1975. También en ese grupo de apoyo se incluyó Ignacio Mármol, que celebró poco después una muestra individual.
  El acoso policial se añadió al rechazo social. Poco después de la inauguración de la Galería, una pareja de la brigada político-social (la policía secreta en el lenguaje de la calle), se personó en el domicilio familiar. Los recibió Pilar que, ante las insistentes preguntas y requerimientos, les manifestó su extrañeza: la policía conocía perfectamente el ideario de la familia y la vida al margen de actividad política que llevaban. Con la siniestra y burocrática mentalidad represora que los caracterizaba, la policía se acogió a un banal protocolo. Tanto Helena como Sara eran ciudadanas francesas y no disponían de residencia permanente en España. En consecuencia, una pareja de secretas pasaba regularmente por la casa para comprobar la actualización de las fechas de entrada en el país. Para que no quedaran dudas de sus intenciones, sólo reclamaban inspeccionar el pasaporte de Helena. Por tanto ésta se veía obligada a viajar hasta Portugal cada tres meses. A través de Rosal de la Frontera accedía a territorio luso, pasaba allí la noche y volvía a Córdoba al día siguiente, lo que le permitía la continuidad de su estancia en España.
  

 Ante la falta de apoyo y solidaridad mostrada por gran parte del entramado comprometido de la ciudadanía cordobesa, más la nula concreción de ventas y movimiento económico alguno, Helena se decantó por el cierre de la Galería al final de la temporada. Pero quiso hacerlo con una cierta espectacularidad y me pidió ayuda. No dudé en sugerirle contar con las obras de Gerardo Delgado y José Ramón Sierra. Gerardo, entonces, desplegaba unas envolventes instalaciones con telas de forros de seda, y José Ramón había expuesto el año anterior, en la Galería Vandrés de Madrid, un conjunto de tableros engarzados de gran contundencia. Nos desplazamos a Sevilla y nos entrevistamos con ambos. Después, en el domicilio de Juana de Aizpuru, Helena no tardó en disponer de su conformidad para celebrar la exposición en Córdoba. Tímida y reservada, mantuvo su habitual inexpresividad durante toda la jornada pero, conduciendo de regreso a Córdoba, giró de un brusco volantazo el coche, lo dejó parado en el arcén y profirió un potente y liberador grito de entusiasmo.
   La exposición se inauguró en mayo de 1975. Sierra colgó sus “Diez paisajes de tormenta”, unos dobles tableros engarzados con bisagras (con uno de sus extremos descansando directamente en el suelo), que completaban la pared izquierda y se enfrentaban a la instalación (con las telas de seda colgando desde el techo al suelo) de Gerardo. En complicidad con los grises, azulones y negros de las piezas de Sierra, Delgado dispuso de una gama de colores sombríos en su instalación que, en la prolongación del pequeño espacio del fondo, se transformaban en una explosión lumínica de amarillos y anaranjados.   
   Para cuantos batallábamos por opciones de vanguardia y ruptura en la ciudad, contar con este montaje expositivo constituyó una estimulante lección pero, no lo olvidemos, fue también el precio de una derrota. En torno a esos años comenzaron su actividad las Galerías Juana de Aizpuru y Melchor (luego Rafael Ortiz) en Sevilla, y Córdoba, con la desaparición de la Galería Vivancos, perdió la oportunidad de consolidar una estructura profesional que normalizara la presencia de tendencias y novedades en el ámbito de las artes plásticas, y el coleccionismo artístico. Los gestores públicos, al revisar el pasado, deberían exigirse algo más que oficialismo de saldo y, en este caso, aprovechar para dejar testimonio del agradecimiento público a Helena Vivancos y a su familia por el esfuerzo personal que realizaron, y restituirles, siquiera sea simbólicamente, por tantas ingratitudes como les deparó la aventura de abrir una Galería de arte en Córdoba.      
                                                                                                                       José María Baez

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